domingo, 6 de octubre de 2013

El juramento de los wattman vieneses.


El artículo que vamos a reproducir, nos lleva a un tiempo que se cerró en 1918 con el fin del Imperio Austro-húngaro. Si en un principio se inicia con la anécdota de un juramento de los tranviarios de Viena, el autor del mismo, Ezequiel Boixet, nos introduce otro detalle, este mucho más inquietante, la obligación de los camareros de aquella ciudad de declararse anti-semitas.
Estamos en 1903 y en los estados centro europeos se esta incrementando una tendencia racista, promocionada en gran parte por turbulentos manejos procedentes de las cercanas cortes zaristas.
Desgraciadamente, todo esto desembocaría treinta años más tarde en una gran carnicería precisamente de la mano de un austríaco.

—¿Juráis ser fiel á la persona de nuestra sacratísima Majestad el Emperador y á los intereses de su imperial dinastía?
—Sí juro.
—¿Juráis no tener ahora y no tener tampoco en lo sucesivo concomitancias ni relaciones de amistad, simpatía, ni de otra clase, con los elementos revolucionarios enemigos de Su Majestad, de su dinastía ó de la integridad y grandeza del Imperio?
—Sí juro.
—De vuestro juramento tomamos acta, y en su consecuencia os concedemos el derecho de...
  Podría fundadamente suponer el pío lector que el hombre á quien se exige tan altisonante juramento aspira á las charreteras de oficial ó á desempeñar elevadas funciones civiles ó jurídicas, ó á ingresar en una Orden cualquiera de índole caballeresca y nobiliaria. Pues no señor: el individuo en cuestión aspira pura y simplemente al cargo de watmann, al honor de conducir uno de los tranvías eléctricos que cursan las calles, plazas y avenidas de la capital del Austria. Y si el pío lector se pregunta á qué viene tanta ceremonia y tanto requilorio, y qué tiene que ver la fidelidad dinástica y el santo horror antirrevolucionario en el arte de conducir un tranvía, y después de 
preguntárselo y de recapacitar hondamente sobre tan arduo problema, declara con noble ingenuidad que no acierta á comprender, le diré que se consuele, que en el mismo caso me encuentro yo.


Como tampoco comprenderás, seguramente, lector, no obstante tu luminosa perspicacia, ni me explico yo, á pesar de mi privilegiada sagacidad, que para ejercer las funciones de camarero en un café ó cervecería de Viena sea necesaria también la prestación de juramento de fidelidad á las instituciones y, «aínda mais», el declarar formalmente que no tan sólo no pertenece el postulante á la religión israelita, sino que no profesa la menor simpatía por el semitismo. Escápaseme, por completo, el fundamento de tal exigencia; así como me explicaría muy bien, tratándose de un país en donde la clase de dependientes de café están sujetos á una verdadera reglamentación, que antes de concederles el uso del delantal blanco, se les sometiese á un previo y riguroso examen de ingreso, examen teórico y práctico sobre sus aptitudes profesionales, no se me alcanza el por qué da otros requisitos. Si al consumidor ha de gustarle que le sirva un mozo atento, complaciente, limpio, paréceme que la ha de ser del todo indiferente que aquél tenga arraigado en el corazón el principio dinástico ó republicano, ni que simpatice ó no con los hijos de Abraham y de Judas Macabeo.

Ante formalismos como esos, establecidos por una administración pública en virtud de órdenes superiores y oficiales, no puede admirarse uno de ciertos escrúpulos particulares, como por ejemplo, los de cierto catedrático de una Universidad española, que enseñaba la metafísica, varón absolutista por sus cuatro costados, y que en los exámenes de fin de curso, después de las preguntas concernientes á la asignatura, interrogaba invariablemente al alumno sobre alguno de los extremos siguientes que nada á buen seguro, tenían que ver con la metafísica:
—Vamos á ver, ¿qué opinión tiene usted formada del llamado general Espartero?— ó bien:—¿qué sería preciso hacer para que la nación española ocupase en el mundo el sitio que le corresponde por sus gloriosas tradiciones?
Si el alumno era listo, ya se sabía la contestación que tenía que dar á tales preguntas. Con asegurar que el «llamado» general Espartero le hacía el efecto de ser un mal hombre y un infeliz caudillo, ó que España no iría por buen camino hasta que restableciese el trono legítimo y la Inquisición, se aseguraba el «aprobado » y, en muchos casos, un sobresaliente como una casa. Pero, ¡ay! del examinando, si por ignorar las ideas del catedrático, ó por convicción propia, contestaba que el general Espartero fue un capitán ilustre, y que para prosperar la nación necesitaba abrir las puertas á las ideas de trabajo, de libertad y de tolerancia modernas... Unas calabazas inconmensurables le demostraban al punto la pecaminosidad de su manera de pensar.
Y el bueno del profesor explicaba á su modo la lógica de su proceder: «La metafísica—decía—está íntimamente relacionada con el bien pensar; quien no abomina del llamado general Espartero y de la situación actual de la nación española, no piensa bien; ergo, no conoce la metafísica, y merece, por lo tanto, un suspenso.» 

La administración vienesa, por su parte, se hará el siguiente raciocinio: «Para ser un buen conductor de tranvías eléctricos, se necesita, entre otras cosas, conocer perfectamente el camino que debe seguir; el hombre que tiene una arraigada fidelidad dinástica y es enemigo jurado de las ideas revolucionarias, está indudablemente en buen camino; por lo tanto, se encuentra en inmejorables condiciones para guiar un tranvía.»
Fin de la tracción animal en Viena
Argumento que no tiene vuelta da hoja y vale, inviniendo los principios políticos, lo que el invocado recientemente por un periódico francés, que se publica en una pequeña sub-prefectura, á propósito de la renovación de cierto funcionario administrativo superior, destituido por complicidad en chanchullos electorales:
«Es verdaderamente escandaloso que el gobierno de la República declare cesantes á celosos empleados que no vacilan en comprometerse por el triunfo de las ideas y de los candidatos republicanos.»
Pero lo que no acierto á comprender, pese á mis enormes esfuerzos, es la correlatividad entre el anti-semitismo y las aptitudes de mozo de café. Verdad sea que no estando uno en Viena, no puede explicarse el espíritu vienés. ¡Hay en Barcelona tantas cosas que los vieneses no sabrían explicarse por mucho empeño que pusieran!
JUAN BUSCÓN    (Ezequiel Boixet)
24 de noviembre de 1903 (hemeroteca de la Vanguardia)



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